lunes, 22 de febrero de 2010

Dos caras de la deidad interior

En la antigua Roma, los sacerdotes de Janus eran quienes supervisaban y daban el visto bueno a toda construcción, Janus, como patrono de los arquitectos, presidía los arcos. Se le representaba usualmente como teniendo dos caras, una mirando al pasado y otra al futuro, una mirando al este y otra al oeste, una en cada solsticio.

Al igual que Janus, nuestra deidad interior, aquella que se manifiesta en nosotros tiene dos caras, una de ellas, piadosa, encarnación de la misericordia, llena de amor, perdón, caridad, fraternidad, capaz de perdonar cualquier error, de amar sin importar el dolor, de dar hasta más allá de la razón, esa cara debemos cultivarla, perdonándonos de nuestros errores, amándonos por nuestras virtudes, dándonos a nosotros mismos para el bien de otros sin esperar nada a cambio, ocultos en las sombras ser un canal del servicio de esa deidad interna a nuestros hermanos que jamás han de saber que obramos por ellos. Ese "Dios de Amor" ha de vivir y glorificarse en nosotros cuando obramos en su nombre y bajo su inspiración.

La segunda cara, es la de la deidad castigadora, iracunda, tiránica, aquella que jamás perdonará la ira, las bajas pasiones, la ignorancia ni el miedo y les combatirá sin tregua, esa deidad tiránica combate todo pensamiento oscuro, todo pensamiento de culpa, temor, todo sedicioso acto del ego tratando de sojuzgar a otros, esa cara es la que nos purifica, la que purga de nuestra alma aquello que nos separa del universo, puesto que es solo nuestro ego lo que nos mantiene distantes de ser uno con todo el universo, cuando con la ayuda de esta faceta nos limpiamos de todo la malo y hemos llegado a amarnos plenamente por acción de la cara misericordiosa, estamos listos para comulgar con las altas esferas.

Cuando ambas caras, amor y disciplina están plenamente desarrolladas y en equilibrio, entonces el hombre es capaz de volverse uno con todo el universo, pues del equilibrio de estos dos polos surge una tercera manifestación, cuando estas facetas interactúan en equilibrio, generan una belleza tal que es capaz de despertar a aquella semilla de estrella que vive dentro de nosotros, ese átomo antiguo, esa partícula del principio del universo, que ha existido desde la noche de los tiempos y que mora en nuestro interior, cuando esa flor se abre y nuestro ser interno florece, formando el triángulo sagrado, entonces somos capaces de ser uno con el universo, moraremos en las estrellas, caminaremos en sendas antiguas ya olvidadas por los hombres y solo recorridas por los dioses, nadaremos con nuestra alma en las profundidades de los mares, seremos hermanos por derecho propio de todos ser viviente, las plantas nos cantaran y enseñaran sus secretos, las rocas serán transparentes mostrándonos los tesoros de la Tierra, nuestra alma se elevará por encima de lo mundano, para alcanzar aquello que solo hemos podido soñar y aún más cosas que jamás podremos llegar a imaginar siquiera.

Cuando las dos caras de la deidad interna se equilibren y florezca nuestro ser interno, dejaremos de ser "Hijos de los dioses", para pasar a volvernos dioses, reconociendo el legado que ha habitado en nuestro ser, aquello que somos desde que habitábamos en la insondable noche de los tiempos.

Ahora nuestro trabajo es arduo, aremos la tierra, saquemos malezas, preparemos todo para el próximo florecimiento de nuestra propia divinidad.

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